DE
LA PINTURA.
Amaneceres, viajes y demás realidades.
DE
LAS VENTANAS.
El azul intenso del cielo de una ventana del último
piso familiar, es el primer recuerdo de la autora. Sus vivencias infantiles
están asociadas a las población turolense de Bañón, donde transcurrieron sus
correrías escolares junto a la era, los campos paternos que se extendían detrás
de la casa. Una niña que dejaba volar su imaginación a través de ese trozo de
cielo que se colaba por la ventana de su habitación. Un color, azul, que la
acompañará siempre en su percepción sensorial. Abría la hoja del ventanuco y
durante horas soñaba con otros paraísos, paisajes, viajes, ciudades, que
ilusoriamente sobrevolaba como un pájaro curioso. Intuía los pardos rojizos de
los campos y la luz de las fachadas. Buscaba desenvolverse en un dédalo de
calles bullentes de actividad que años después sintetizará en unos iconos que a
su temprana edad sólo podía representar
con imágenes recortadas. Quinita Fogué es una mujer activa, de charla
reconfortante y de sentimientos que aferra a su corazón. En esta exposición se
puede traslucir a través del conjunto de obras presentadas, dos aristas
fundamentales de su personalidad: la persistencia del recuerdo y su capacidad
de apertura para conocer y empaparse de otras culturas, mostrando plásticamente
el poso que ha dejado sobre ella.
MUY PERSONAL.
En su origen esta exposición se denominó muy personal. Era el deseo de la autora
de definir su reencuentro con el pasado. Su acercamiento físico a su localidad
natal y la reconstruccion de la vivienda familiar, la han hecho reconciliarse
con su memoria. Es como si hubiera mantenido un diálogo con las antiguas vigas
de madera y los muros de mampostería. Largas conversaciones
donde el pasado se hace presente y los recuerdos van
golpeando
sigilosamente la cabeza. Fotos antiguas que se
redescubre, objetos que un dia quedaron olvidados en un viejo arcón y que ahora
reanudan los lazos de utilidad. Redistribución de espacios y lo más importante
el reencuentro con aquellas pequeñas ventanas por las que se colaba el mundo,
en la habitacion de una niña. Largas horas de avistamiento a un azul infinito,
ese cielo especial que la mantenía magnetizada. Ahora esas mismas ventanas con
sus goznes de hierro han sido recuperados por la propia artista, quien les ha
regalado no el paisaje, sino la visión plástica de los años, su experiencia.
Utilizando por tanto como soporte la estructura de esas ventanas, Quinita
Fogué, ha reubicado el tiempo del recuerdo con su madurez pictórica. Son obras
que nos hablan de la pintura, de esa
fantasía exterior poliédrica, que es el mundo a través de los ojos de la
artista. Pero al mismo tiempo nos habla del tiempo, de su paso, de las alegrias colamdas y los deseos insatisfechos. En
suma, de esos fragmentos de realidad que ya habitaban en la mente convulsa de
una niña.
DE LOS VIAJES.
Si prometía en el primer párrafo de este escrito
abordar dos facetas de la personalidad de la autora intrínsecamente relacionada
con esta exposición, el primer paso ya está dado. Hemos conocido la
persistencia del tiempo en su serie ventanas,
ahora vamos a incidir en esa capacidad de mimetismo que le lleva a la autora ha
imbuirse de las distintas culturas que va conociendo en su afan viajero. Esta
suele ser una característica que muchos artistas aducen para interpretar sus
obras que suelen incluir en sus curriculum como viajes de aprendizaje. En el
caso que nos ocupa la experimentacion va más allá del común interés por visitar
museos, centros expositivos o granes monumentos que por su magestuosidad han
pasado a la posteridad. Todo esto es necesario –estaremos de acuerdo- pero hay
mas. Esto significa una curiosidad inusitada por descubrir los pasajes
menos placenteros
de una ruta. Su cara más desafavorecida, aunque no
exenta de
belleza. No todos los viajes son iguales y no todos
dejan huella. Las personas con las que convives, su forma de ver el mundo, el
contraste entre la opulencia y la pobreza, o simplemente contar las
estrellas que forja la luz cuando el agua se mueve, puede
constituir el pulso del recuerdo. Una remembranza que no se traduce
pictoricamente hablando en rostros o fisonomias urbanas si no en el color, el
azu que envuelve la atmósfera y el partdo rojizo del paisaje.
DE MARRUECOS.
Este país es el hilo conductor de las obras que
conforman esta exposición. Partiendo de esta base, la intrincada red de
arterias y de intuidas edificaciones nos sitúan en una primera fase de estudio.
Son cuadros que producen una sensación de movimiento, de que por ese universo
plagado de objetos, de símbolos, se agita una sociedad. Es el sentir de la
cotidianidad de unas gentes que quieren hacer más palpable su necesidad de
vivir. Quinita Fogué usa la perspectiva aérea para que el espectador planee por
una ciudad que ella ha circunscrito en fragmentos. Un código cifrado que tiene
su lectura a traves de simbolos reales, que incorpora a la obra. De la
fascinante urbe que es Marrakech, la
pintora se dejó seducir por deslumbrante tapiz multicolor que constituye el callejón de los tintoreros. Lanas que colgaban de desconchadas
paredes a las puertas de los pequeños comercios, donde estos hombres conviven
con el olor y el tizne de sus tintes. Otro lugar que le fascinó –el tantas veces pasado y recorrido zoco- fue la plazoleta
de los vendedores de tela. Largas
bobinas de tejidos que manejaban con
sin igual destreza los tenderos, ávidos de atender a una mujer. Sinfonías de
colores, pálpitos de una sociedad que se iba impregando en unos bastidores
todavía desnudos de pintura. Otro ejemplo donde el colorido destella bajo el
sol del sur, es en la poteria. Sin
fin de vasijas, platos, jarras o cuencos se arremolinan en estos establecimientos
al aire libre, donde los
rayos se acrisolizan. Ciudad artesana por su
actividad y afable en
su acogimiento, no en vano la tradición comercial hace
a estos seres gentiles. En este recorrido la influencia europa abre sus
puertas al viajero en Casablanca. Riqueza aparente, aire continental, mujeres que no
temen vestir a usanza europea, y ese inmenso mar que parece abrazar a una
ciudad que quiere salir de
su letargo tradicional. Este mismo sentido, pero mas recoleto, lo
encontramos en su visión de Essaouira.
Un pueblo marinero que aúna la historia portuguesa con el aperturismo que
ofrece una amplio abanico turístico. Recorridos por un territorio que se
traducen en las telas de esta exposición. Un gran lenguaje iconográfico que nos
trasmite el aún vigente mito de Bogart en
Casablanca, la tímida fuerza de la mujer por ocupar el lugar que le corresponde
en la sociedad, o esas lanas adheridas a la materia del cuadro, sin olvidar los
restos de loza incrustada que no son mas que sígnos que sintetizan una realidad
vivida. Todas estas piezas tienen un denominador común, la atmósfera azul y su
irrigante influencia que sólo se ve rota por el dominante color rojo del Atlas. Es el único cuadro de la exposición
que obedece a este colorido, fiel trasgresor del cielo. Cruzar la imponente anatomia
de esta cordillera es sobrecogedor. Es el umbral del páramo desierto en el que
se yergen las Kasbas. Ciudades
tejidas por empinadas calles rodeadas de una alta muralla que resguarda el
misterio de multitud de puertas siempre abiertas y nunca franqueadas. Edificaciones
sencillas de abode que la artista retrata en una secuencia infinitesinal, ornada
por los signos característicos de la esfera solar o la luna, que se combinan
con la geometria cerámica oculta por las terrazas planas de las viviendas. De
esta forma cada cuadro se convierte en un torrente de imágenes captadas en cada
experiencia vivida. Son obras para una contemplación pausada, dejando que la
vista vaya recorridendo el entramado urdido por la autora, empapándose del gran
cúmulo de información que cada una atesora. Una ´tecnica que conjuga la materia
y la pintura, e incorpora lo intangible, el espiritu de una historia a través de sus pequeñas cotidianidades. La
actualidad de un día de la prensa escrita o el reclamo de la inconfundible
imagen de Bogart. Viviencias que Quinita Fogué traduce
en un codigo de impresiones, de nítidas experiencias acaecidas en u presente
visto desde sus ventanas en Bañón.
DE LA EVOLUCIÓN.
Como es lógico en la obra de toda artísta que mira
hacia atrás para dar un paso hacia adelante, esta exposición constituye una
evolución y está íntimamente relacionada con sus
pbras de los últimos años. Poco a poco las manchas hilarante color van concretándose.
Atrás quedan los fuertes impulsos que irradiaban esas superficies cromáticas, dónde
los azules y los rojos se enseñoreaban del espacio. Los pinceles comienzan a
cercenar y van acotando una nueva distribución. Esa reorganización supone un
cambio en la obra de Quinita Fogué que tiene su respaldo en la exposición que tuvo lugar en 1999 en Urban Gallery. Allí
ya se atisbaba esa visión cenital de un entramado urbano y por primera vez se
mostraba su interés por las construcciones como estructuras íntegras. Viviendas
agolpadas en unplano infinito. Puertas y ventanas que se superponen,
consituyendo el retazo fotográfico de una calle que se pierde ne le horizonte.
Una imprimación más interiorizada de una cultura que muchas veces se encierra
entre los muros de sus paredes para nos ser conscientes del cambio o de las
insidias que surgena su paso cuando aben esa puerta. El interés por Quinita
Fogué ante estos vaivenes a los que nos tiene acostumbrado el mundo, le llevó a
pintar un cuadro en reconocimiento a las mujeres afganas. Una obra presentada
en el Premio Ciudad de Zaragoza en el año 2001. Aquí está presente el azul que
la ha acompañado toda su vida. La estructura de toda la composición sigue fiel
al laberinto urbanístico tan presente en las ciudades musulmanas, pero hay un
elemento que simboliza la opresión, unas sencillas cadenas. Es el pequeño
homenaje de otra mujer a quienes soterradas en la sociedad del miedo, les es
denegado algo tan esencial como la sanidad o la educación. Es un tributo
personal y de esa forma debe entenderse. Y es que la niña pequeña que imaginaba
el mundo a través del cielo azul de su ventana, ha ido creciendo en un orbe que no siempre es ecuánime y se revela
por ello. Y es que un artista debe ser fiel testigo de su tiempo.
Desirèe Orús.
.
El lienzo, sus círculos, un
constante enigma
Abril, lluvia y ocaso,
también un repique de campanas como pregón del término de la celebración de los
oficios del Jueves Santo. Acodado en la galería de mi casa, contemplo su
rítmico volteo en las torres de la iglesia mientras los feligreses escudados
bajo paraguas de diversos colores, estos chillones, aquellos negros o
tristones, acuden a la parroquia, unos por el portón de su atrio, otros por la
cancela de su flanco, la de su cripta. Cuánto lamento la ausencia de Quinita en
estas mis horas de vigía, pues quién como ella para descifrar el jeroglífico
del dibujo trazado por los pasos de estas devotas gentes que abordan el templo
por una entrada y lo abandonan por otra diferente salida.
Me ha confiado Quinita cómo,
en su estudio y antes de encararse al blanco lienzo sin otras armas que sus
pinceles y una paleta de colores, observa el cielo desde su ventana, a menudo
azul, a veces afligido, pues el sol ha llagado con blancas estrías la tersa
epidermis de ese cerúleo éter; sin embargo, me dice la artista, días los hay
cuando el firmamento, no en la lejana raya del horizonte, sino aquí, ante mis
ojos, es una planicie grana tiznada de ocre con un sabor y un aroma de tierra
árida, cuyas sulfurosas entrañas pugnan por conquistar el celestial imperio del
astro soberano.
Luego, ahora comprendo, mi
buena amiga, tu afán por cuajar tus telas con ventanas talladas en moradas
edificadas sin techumbre, donde el hombre soporta contra sus hombros, en su
alma, el gravoso fardo de un mundo terrenal, finito, muy arbitrario. Será
por ello, le pregunto, ese tu empeño por
pintar esta y aquella puerta en muros que, a modo de cercas, vallan las plazas
de los mercados, donde, enloquecidos, los hombres, las mujeres, sus niños,
merodean entre los puestos de los vendedores, unos de especias, otros de telas
y esencias, mas ninguno poseedor de la mágica mercancía por todos anhelada: una
pócima sanadora de un embrujo de azufre vertido en sus oídos, en su mirada, por
un duende burlón engendrado por el fango y la arenisca arrastrados con el
aluvión de la crecida de un caudaloso río.
Ya veo que empiezas a
enterarte, me responde la pintora mientras perfila un pequeño círculo en una de
sus obras, pues si en este bazar no han encontrado mis criaturas el filtro
redentor de sus padecimientos, justo es encaminarlas hacia un pórtico sin
hojas, sin pomos, sin jambas, apenas un boquete hendiendo la muralla, lo
bastante para descubrir un vecino zoco bordeado con templos o, si lo prefieres,
con catedrales, capillas sin reclinatorios para postrarse y adorar a un dios
cazador y sanguinario, oratorios con un solo altar, santuarios sin ídolos,
basílicas erigidas para el susurro de una plegaria ofrendada a una primitiva
deidad, un altísimo ajeno a las falaces apariencias de la calle, de sus casas,
de sus inquilinos, siempre agoreros y presagiando que nos faltarán días,
demasiados días. En mis catedrales, continúa Quinita, sólo hay paredes
fabricadas con morteros de cal y de serenidad y quien en ellas su cabeza, su espalda,
reclina, se empapa con la grata quemazón de un exorcismo purificador, se
embriaga con el néctar de la visión de sus juegos de infancia, de un tiempo en
que el hombre aún ignoraba el hedor, la tonalidad y el estruendo de una maldita
voz, de la voz angustia, cuyos ecos retumban en el
filo de mi espátula cuando mi mirada, tan cercana al lienzo, adivina las
diabluras de un minúsculo círculo desprendido de mi pincel.
Pero, Quinita, dime: ¿en qué
rincón de tu espíritu brotan esos círculos?, porque los encuentro en el séquito
de esa boda y en el reposo de esa mancha blanca, refugio de la muchedumbre a su
vuelta de los mercados, y no sabes, amiga mía, cuánto me intrigan esas
diminutas circunferencias, cuya órbita difiere de la ruta de los astros de la
noche, cuyo resplandor jamás se nutre en las fuentes de las constelaciones
estelares, cuya música nunca ha sido escrita en el pentagrama de la bóveda
celeste.
No me ha escuchado Quinita,
tanta era su atención cuando, distraída, al anochecer, daba a su cuadro de esta
tarde la última, la decisiva, pincelada, un círculo blanco, una chispa de luz
en la nueva oscuridad, brillante, mucho más reluciente que el fulgor de todas
las lámparas de su estudio.
Julio Cristellys Barrera
Escritor y Abogado
QUINITA FOGUE
MUESTRA SU VISION DE MARRAKECH
11/11/2003
MARRAKECH La obra de la artista turolense Quinita Fogué se muestra
actualmente en en la galería La Qoubba de Marrakech con un gran éxito de
asistencia. La muestra ha tenido una gran proyección en Marruecos, Francia y
Estados Unidos. Fogué muestra en Marrakech una selección de sus pinturas sobre
Marruecos --que la aragonesa realizó durante un viaje en el 2001, en las que
plasma un país personalizado por sus impresiones visuales y sus vivencias
singulares. No faltan los rasgos más definitorios de su pintura, las luces y
las sombras y los claroscuros. Además, Quinita Fogué trabaja las tierras, las
arenas y la caligrafía árabe
Quinita Fogué
muestra la luz de sus mundos en Madrid
CARMEN MARTÍNEZ ALFONSO ZARAGOZA CARMEN MARTÍNEZ ALFONSO ZARAGOZA 08/06/2007
Regresa a Madrid siete años después y lo hace con una
colorista unión entre su raíz, la tierra turolense, y la luz intensa de otros
mundos a los que acude su permanente curiosidad. África --Marrakech-- y Aragón
intercambian sensaciones en la nueva exposición de Quinita Fogué (Bañón,
Teruel) en la capital, que desde el pasado lunes y hasta el próximo 22 de junio
abre sus ventanas imaginarias a la mezcla de culturas y sentidos.
El rojizo denso y característico de su larga actividad
creativa cuelga de nuevo en las paredes de la madrileña Galería Orfila, pero el
suelo donde se asientan el paisaje y la historia del Bajo Aragón comparte
protagonismo con la otra obsesión e Fogué: retratar el aire y el espacio tal
cual se le presentan con una intensidad luminosa que desborda la paleta de los
blancos y los azules. "Mis
ventanas a veces ni cuelgan de los muros, es una forma de expresar el continuo
entrar y salir que te propone la vida, el conocer y observas en lugares
distintos", explica.
Llevaba varios años mostrando su trabajo en Zaragoza
--Colegio de Arquitectos, Torreón Fortea, Urban Gallery--, en Teruel y
Marrakech, una ciudad a la que se escapa a menudo. Ahora expone en Madrid con
dos mundos diferenciados, pero también enlazados por las sensaciones que
provocan. "En los últimos
años he recuperado de una forma especial mis raíces, sin perder la idea de
conocer los hay afuera. La experiencia personal con otras culturas, enriquece
el trabajo", señala.
Una primera sala recoge la gran ventana hacia los colores
y las texturas del Jiloca, de Albarracín, con todos"los rojos, los
naranjas y marrones del paisaje turolense". Ese espacio conduce hasta
una visión de estética diferente, donde domina el mar, el cielo y la reflexión
continua sobre el círculo, el motivo omnipresente en la obra de Quinita. "Es posible mezclar la pasión
por el origen propio y la necesidad de explorar otras imágenes y otras formas
de vivir. Desde mi casa de Bañón se ven muchos mundos", concluye la
artista.
La ciudad invisible.
Fachadas
de muros envejecidos, ventanas y puertas singularizadas por troneras de color,
antiguos ladrillos revividos al calor de nuevos materiales, y estructuras de
madera que sugieren traviesas y pilares, de atrevida policromía; así ve Quinita
Fogué su ciudad inventada. La trama urbana, el alineamiento de las
edificaciones hasta convertirlas en espacios más sugeridos que reales, es un
tema en el que lleva trabajando desde el año dos mil. Las texturas han ido
enriqueciéndose hasta conformar superficies casi abstractas. Casas abiertas a
la ensoñación. Una ciudad que invita ha asomarse a un interior intenso de
vivencias. Casonas que atestiguan vestigios pasados -incluso con la
incorporación de elementos reales-, que aunque de apariencia desvencijada,
constituyen una reflexión al pasado que quedó dentro. Personas y enseres que
dan significado a la palabra habitabilidad. Estancias que no vemos, pero que
sin embargo trasmiten el espíritu conservado en ellas, a través de las manchas
de color con las que se han marcado los vanos. Muros que se asoman al
espectador aprovechando el revés de un bastidor, o los pliegues naturales de una piedra peracense.
Una
ciudad que va más allá de un concepto pictórico, para instalarse en sus propios
materiales, pero trasformando su lógica apariencia. Los ladrillos antiguos
conservan su morfología porosa, pero se han deslindado de su carácter
constructivo. Ahora proponen una rebelión cromática. Es un ejercicio de
jovialidad, de entender el urbanismo utópico desde concepciones más humanistas, donde el color y la
imbricación de formas y elementos, den como resultado, una fisonomía ciudadana
más estimulante. Ficticios muros, donde la pintura haga cambiar el gesto
cariacontecido de una urbe, marcada por la regresión de la uniformidad
grisácea.
En
algunos lugares las estructuras inacabadas a cielo abierto, forman parte del
paisaje urbanístico. Son proyectos inconclusos, que en la obra de Quinta Fogué,
se trasforman en geométricas piezas de madera. Pequeños bloques de aristas
perpendiculares, rectángulos, cuadrados, triángulos.... que certifican su
origen constructivo, pero que resguardan el hálito de un deseo que no pudo
acabar de erigirse en realidad. Ideas que no se han completado, ilusiones que
han visto cercenado su proceso final. Ámbitos que funcionan como quiméricas
azoteas donde reflexionar las causas del fracaso.
La
ciudad, el espacio que muestra Quinita Fogué, es también un lugar vivido.
Resortes atrapados por la memoria. Tejas rescatadas de la antigua casa familiar
en Bañón (Teruel), que ahora han modificado su funcionalidad, para convertirse
en la urdimbre ovalada sobre la que se asienta metafóricamente, la morada de
las relaciones. Una vivienda marcada por los peldaños de una escalera, que cada
día, hombre y mujer, deben subir y bajar en la convivencia. Una pirámide en
cuya cúspide –siguiendo la tradición bíblica-, se encuentra la manzana del
pecado. En un giro a la historia, la artista propone un cambio en el
protagonismo de los personajes. No fue
Adán quien cogió el fruto prohibido sino Eva, despierta y emprendedora. Su
traslación esta identificada en el par de zapatos femeninos en lo alto de la
escalerilla, mientras que los del hombre se hallan más abajo. Y todo acotado
por cuerdas, como las que han maniatado simbólicamente a la mujer, en una
sociedad marcada por los preceptos masculinos.
La
sociedad, la interrelación entre quienes pueblan el ámbito ciudadano, también
tiene su desarrollo en una colección de obras. El tabaco es aquí utilizado como
vínculo de unión a momentos de cotidiano esparcimiento, así como la imagen de
figuras recortadas en actitud de cómodo asueto. Son piezas de carácter
distendido, divertimentos formales que trasmiten el concepto de ocio y al mismo
tiempo, la necesidad del ser humano de comunicarse. Un atrevimiento lúdico,
como corresponde a los momentos de relajada conversación, donde el optimismo
franquea las barreras de la incomunicación.
Siempre
es difícil definirse. Un autorretrato deja al desnudo muchas de las
características que uno tiene. Quinita Fogué ha querido hacerlo desde la maraña
que supone, el estímulo interno de una persona, que lucha por aportar algo
distinto al impulso creativo. Cuerdas que son las vivencias, experiencias que
enriquecen la vida y el modus operandi. Jirones de los que cuelgan los
distintos episodios de la existencia, y la forma de mostrarse. La mujer pintora
coexiste con la anfitriona de veladas. Zapatos de fiesta y elegantes guantes,
cohabitan con las horas de trabajo en el estudio, aferrada a la soledad y las
dudas del pincel. Episodios viajeros vinculados a una vieja maleta que lleva
inscritos sus destinos. Momentos, todos ellos, que escenifican la puesta en
escena del itinerario recorrido por la artista.
La
ciudad inventada, constituye una forma personal de ver el paisaje urbano. Desde
una perspectiva interior, de la morada
anclada en los recuerdos, a un modelo jovial y divertido, pertrechado
por el ansia del color y el ilusionismo de los materiales. Un lugar donde
utópicamente, la convivencia es más fácil, y las imaginarias puertas acceden a
espacios de libre entendimiento.
Desirée
Orús.
Desde mi Barricada
MARTES 8 DE DICIEMBRE DE 2009
Quinita Fogué: Posos
Me asomo a la exposición Posos de Quinita Fogué y, con mi profana mirada,
lo primero que veo en sus óleos y pigmentos sobre papel es gente. Gente en un
entorno urbano bullicioso y agresivo. Unos miran[1] no sabemos el qué o a quién
–sin duda a nada o a nadie trascendente- obedientes y como resignados, con las
manos atrás. Otros parecen entregarse a aburridos juegos o labores
rutinarias[2], algunos incluso nos miran a nosotros[3], al espectador, con
curiosidad, como si se asomaran desde la irrealidad del cuadro a nuestra
"realidad" con la misma extrañeza que nosotros los miramos a ellos. Y
todos, ellos y nosotros reflejados en su asombro, sumidos en el ajetreo y el
bullicio de aquella ciudad hormigueante de Baudelaire “llena de sueños, donde
el espectro a pleno día atrapa al que pasa” o en esa otra ciudad irreal
–seguramente la misma- de T.S. Eliot, “bajo la parda niebla de un mediodía de
invierno”.
En estos posos que nos ha dejado Quinita Fogué, en estos posos que la vida le ha ido dejando a ella, el murmullo del silencio daña. Pero es sobre todo el gemido de la soledad el que más duele. Ahora bien, el óleo en el que ese silencio y esa soledad se palpan de manera más explícita (aunque no más intensa) es en el Sin título II (de 2006). Jamás había visto una luna igual. Jamás había visto una noche tan noche ni una soledad tan triste. Y como hay sensaciones imposibles de describir, las que estas pinceladas me suscitan sólo acierto a esbozarlas con unos versos poco conocidos de Faulkner:
En estos posos que nos ha dejado Quinita Fogué, en estos posos que la vida le ha ido dejando a ella, el murmullo del silencio daña. Pero es sobre todo el gemido de la soledad el que más duele. Ahora bien, el óleo en el que ese silencio y esa soledad se palpan de manera más explícita (aunque no más intensa) es en el Sin título II (de 2006). Jamás había visto una luna igual. Jamás había visto una noche tan noche ni una soledad tan triste. Y como hay sensaciones imposibles de describir, las que estas pinceladas me suscitan sólo acierto a esbozarlas con unos versos poco conocidos de Faulkner:
Caminó a lo largo de la calle fantasma
e hizo sonar el hueco
pavimento con sus pies.[4]
…
La luna es un pájaro
luminoso, en vuelo golpeado contra el cristal
y Pierrot es una falena en
lo oscuro, solo,
una falena cuyas alas, abrasadas por el hielo,
se arrugan
por los bordes como manos sin huesos.[5]
e hizo sonar el hueco
pavimento con sus pies.[4]
…
La luna es un pájaro
luminoso, en vuelo golpeado contra el cristal
y Pierrot es una falena en
lo oscuro, solo,
una falena cuyas alas, abrasadas por el hielo,
se arrugan
por los bordes como manos sin huesos.[5]
Curioso. Uno, que siempre se ha acercado a las
artes plásticas –como al resto de las artes y al resto de la vida por lo demás,
pero especialmente a las artes plásticas- como lo que es, un mero aficionado;
uno, que en su forma de asomarse a la vida lo hace más por inducción (el
llamado método sintético) que por deducción (el analítico), no por nada sino
por sus propias limitaciones cognitivas e intelectivas, yendo por tanto de una
“impresión” general de lo que observa al detalle y no a la inversa… uno, con
ocasión de realizar esa página web y, en especial, el vídeo sobre Posos de Quinita Fogué, vive la
experiencia, ya oída a Santiago Ramón y Cajal[6], de lo importante que es la
observación del detalle, recomendando por tanto al científico que dibuje, que
dibuje cuanto es objeto de su investigación, porque con el dibujo reparará
multitud de detalles que de otro modo se le escaparían. Eso, pero sin dibujar,
me ha pasado a mí al hacer la web y el vídeo sobre esta magnífica exposición.
Servando Gotor
Servando Gotor
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